AlCAPARRAS DE BALLOBAR
Cuentan que los mercaderes se las llevaban a Rusia, donde las intercambiaban a peso por caviar dorado para satisfacer el paladar de los zares. Los italianos, expertos degustadores de alcaparras, las consideran las mejores del mundo. Todo aquel que las prueba marca en ese mismo momento un antes y un después en su relación con los capullos de este arbusto, que al parecer da lo mejor de sí mismo cuando crece sometido al clima extremo del desierto de los Monegros, en los alrededores de Ballobar, municipio de la comarca del Bajo Cinca, en la provincia de Huesca.
Durante los años sesenta y setenta del siglo XX la recolección y venta de la alcaparra supuso una importante fuente de ingresos para los habitantes de la zona. Y sin embargo, en los últimos tiempos, durante más de veinte años, esta auténtica rareza natural ha nacido, crecido y muerto en el desierto sin que nadie reparase en ella, desde que, a mediados de los años 80, sus compradores prefi rieran poner rumbo a Marruecos, donde podían encontrar alcaparras a un precio considerablemente más bajo. ¿Por qué? Porque la recolección de la alcaparra de Ballobar es un auténtico suplicio y el precio que hay que pagar por la mano de obra dispara los costes.
La propia planta no pone las cosas fáciles a quienes quieran hacerse con el tesoro de sus capullos.
Crece espontáneamente pegada al terreno y está recubierta de espinas que inevitablemente se clavan en las manos de sus recolectores, al contrario que la variedad que puede encontrarse en Italia, en el Mediterráneo o en Marruecos, que a falta de pinchos envuelve el capullo en un pellejo más recio y amargo. Su recolección, por este motivo, resulta mucho más sencilla y barata. Pero la estrategia
defensiva de la planta de Ballobar hace que el sabor de la alcaparra resulte mucho más agradable, sin ese amargor en el retrogusto y con una textura mucho más tierna y delicada. En invierno, las temperaturas pueden alcanzar en los Monegros los diez grados bajo cero y la planta se congela, por lo que resulta mucho menos productiva que la variedad mediterránea, que puede proporcionar al año entre seis y ocho kilos por planta. En Ballobar es raro que lleguen a tres kilos anuales. Los capullos resultantes son muy pequeños (el producto que se consume es el botón fl oral, que debe recogerse antes de que se abra; cuanto menor sea su diámetro, mayor será su calidad; para conseguir un kilo de alcaparras es preciso recoger unos 6.000 botones de un diámetro menor de 7 mm.) y su recogida, que debe llevarse a cabo en los meses de julio y agosto, a temperaturas que llegan a superar con creces los cuarenta grados –hay que empezar la recolección a las seis de la mañana y dejar el trabajo a las once– y en un terreno pedregoso y en pendiente pone a prueba la resistencia física de quienes se encargan de realizar esta tarea. Pero es precisamente la capacidad de adaptación de esta planta a un entorno tan extremo, con raíces que llegan a alcanzar los treinta metros de profundidad en busca de agua, la que la dota de sus peculiaridades gustativas. Ese estrés hídrico al que se ve sometida la planta concentra sus aromas y redondea la calidad de la alcaparra.
Hace unos cuantos años, dos amigos de la zona, Miguel Ángel Salas y José Gil Sasot, decidieron volver a recolectarla y a encurtirla como se hacía tradicionalmente. La iniciativa llegó a oídos de Slow Food, que inmediatamente incluyó la alcaparra de Ballobar en su lista de productos “Baluarte” y comenzó a impulsar su promoción. Miguel Ángel y José fueron invitados al Salón del Gusto de Turín en 2008 y se llevaron consigo cien kilos de alcaparras para presentarlas en el escaparate italiano, pensando que probablemente era una cantidad un tanto excesiva. Sin embargo, se las quitaron de las manos. Vendieron los cien kilos. Los italianos, mucho más acostumbrados que nosotros a consumir alcaparras, tenían con qué compararla y no tardaron en darse cuenta de que se trataba de una variedad muy especial. Slow Food les facilitó también la elaboración de una serie
de trípticos en varios idiomas y poco a poco la voz se empezó a correr y comenzaron a llegar pedidos desde países Alemania o Inglaterra, además de la propia Italia.
A falta de ayudas institucionales, han sido algunos cocineros, además de Slow Food, quienes hasta la fecha han hecho más por la divulgación de este producto. A partir del salón de Turín, empezaron a realizar pedidos para incluir la alcaparra de Ballobar en sus creaciones, y también influyeron en su método de conservación, aconsejando la eliminación del vinagre para que tan sólo fuesen sumergidas en agua y sal. Es en esta simple salmuera como han salido al mercado, para que después cada cual le dé el toque fi nal que prefiera sin que su sabor esté determinado de antemano por el vinagre empleado para su encurtido.
Además de los capullos en sí, Miguel Ángel y José han elaborado un “polvo de alcaparras” con el que han dado salida a los ejemplares más grandes, que de otra forma se desecharían. Tras su recolección y su inmersión en la salmuera, estas alcaparras de mayor tamaño se deshidratan al sol tal como tradicionalmente se hace en Ballobar con otros dos productos característicos de la zona, los tomates secos y los orejones–, se muelen sin eliminar en ningún momento la sal y el polvo resultante se comercializa en envases de veinte gramos (para obtener un kilo de polvo hacen falta 11 kilos de alcaparras, puesto que tras la deshidratación pierden un 90 por ciento de su masa) que se puede utilizarse, entre otros usos, para aromatizar la pasta, las pizzas, las ensaladas de tomate o, mezclado con eneldo, para marinar el salmón.
Además de este polvo la creatividad de Miguel Ángel ha llevado a asociar la alcaparra de Ballobar con otros productos “Baluarte” de Slow Food y de este modo se ha dado lugar a unos bombones de alcaparras, mezclándolas con chocolate elaborado a partir de cacao biológico de México, y a un queso con alcaparras fruto de la asociación con el queso de oveja carranzana de cara negra.
Y entre los proyectos que se están desarrollando de cara al futuro se encuentran un aceite y un licor de alcaparras, además de continuar con los intentos por domesticar la planta y poder así cultivarla, que por ahora no han dado frutos. Que todo esto llegue a buen puerto depende en gran medida de un apoyo institucional que de momento brilla por su ausencia. Miguel Ángel se queja de la falta de interés por parte de la diputación provincial de Huesca y del propio ayuntamiento de Ballobar, a pesar de que el nombre del pueblo empieza a destacarse en el mapa de los Monegros gracias a este producto (cuenta Miguel Ángel que en una ocasión apareció por el pueblo un matrimonio francés que venía exclusivamente en busca de las alcaparras, después de haber leído el elogioso artículo
que les dedicaba una prestigiosa revista francesa).
Por esta razón, tanto Miguel Ángel como José, que realizan otras actividades profesionales, dedican su tiempo de ocio y pagan de su propio bolsillo todo lo que implica la recolección, producción y envasado de la alcaparra. Por ahora, debido a la incertidumbre con la que trabajan, han limitado la recolección a doscientos kilos al año; de momento no es posible atreverse a recoger más. El futuro dirá si esta delicadeza gastronómica continúa expandiendo su territorio a través de nuestros platos o si vuelve a nacer, crecer y morir bajo el sol de los Monegros sin que nadie se preocupe de rescatarla del suelo.
Articulo publicado en Papeles de Cocina, Euro-Toques Marzo 2010